La soledad puede ser la peor compañía cuando se vive en un ambiente de frialdad, disciplina e incomprensión, pero si existe un escape alterno, la soledad puede convertirse en terapéutica aliada para socavar la terrible existencia de una realidad alienante e inescapable. Ahogarnos en ella o encontrar la paz, una simple cuestión de perspectiva.
Michael Rowe, cineasta australiano radicado en México, que en el 2010 se hizo de la cotizada Camera d´Or (otorgada al mejor debut) en el Festival de Cannes con su efusivamente oscura Año bisiesto, continúa con la segunda entrega de una trilogía planeada sobre la soledad, tema que es intrínseco a las experiencias de un hombre que plasma sus vivencias de manera tangible en cada cuadro. En Manto acuífero, Rowe toma con destreza el punto de vista estrictamente infantil, después de la exploración psicosexual a la Breillat en su cinta anterior.
En Manto acuífero tenemos la historia de una niña llamada Caro, cuyos padres se encuentran divorciados, y que a raíz de ello, se muda con su madre y su padrastro a una enorme y sofisticadamente lúgubre casa con un jardín que parece invitar a una fantástica redención. Gran parte de la efectividad que la cinta alcanza se deriva de la actuación de la pequeña Zali Sofía Macías, quién, como Caro, transmite una profunda desesperación, rabia y dolor tan solo en la mirada y verbalizaciones mínimas, haciendo un maravilloso estudio de caso de una niña que se siente sola y encuentra refugio en la microscopía de la vida entomológica (su padre era entomólogo, profesión que el maestro Buñuel quiso ejercer antes de ser cineasta).
Rowe demuestra su mano firme para trabajar con actores al obtener personajes pluridimensionales y con perfiles perfectamente definidos en el sólido trabajo de Tania Arredondo como la madre de Caro y Arnoldo Picazzo como Felipe, el padrastro de Caro. Arredondo captura la ceguera y complacencia emocional de una mujer que también se encuentra sola y que tiene conflictos terribles con todas las figuras paternas que han pasado a lo largo de su vida, que ahora se hacen evidente en la figura de Felipe un hombre de rígidas convicciones que evita, afortunadamente, caer en la tipológica caricatura del villano que se tuerce el bigotito, alcanzando todo el ensamble actoral una ambigüedad necesaria para el tono de la historia.
Mención aparte merece el vivaz trabajo del español Eugenio Caballero, director de arte en cintas como El laberinto del fauno (2006) o más recientemente en Lo imposible (2012), ambas cintas de enormes presupuestos y un espectacularmente detallado trabajo de arte. En Manto acuífero, Caballero demuestra su mano para presentar un mundo represivo y cortante en la casa de Felipe, un jardín que alcanza un delicado balance entre naturaleza y magia, además del pozo, un trabajo de exquisita austeridad, el refugio de Caro ante los embates de una imposición paternal que constantemente rechaza.
Sin embargo, y a pesar de un prometedor arranque, el filme de Rowe pierde gran parte de su fuerza hacia la segunda parte, donde algunas decisiones de edición afectan mucho la cadencia y el ritmo de la cinta, que se vuelve muy irregular y nos deja fríos en un final de contenida brutalidad, donde Caro abraza el lado salvaje de su propia soledad.
Manto acuífero es una cinta que establece sus reglas desde el principio y las lleva a fatalista término en el que se rompe definitivamente con todo lazo de afecto y protección. Rowe continúa haciendo un cine de innegable factura íntima y personal que no se limita a presentar, sino que plasma el mundo interno de un hombre que no ha terminado de exorcizar sus demonios contenidos en ese pozo, del cual ha salido y liberado a un cineasta y guionista de inquietante visión y de un sano rango. El reto para Rowe será explorar qué hay por debajo de ese impenetrable pero transparente manto acuífero.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)
Ésta es una reedición de nuestra cobertura del FICM.